La mañana del miércoles 2 de julio de 1986, el grupo de líderes gremiales que convocó a la mayor muestra de fuerza civil contra el régimen militar amaneció en el Hotel Sheraton. Ellos eligieron el lugar para tener cierto cobijo y facilidad para comunicarse en el día D. A las pocas horas, sin embargo, el jefe de seguridad del recinto les recomendó abandonarlo. La CNI los había descubierto y estaba en camino.
“Queremos hacer una demostración y saber cuántos somos”, fue la frase publicada en La Segunda el día antes del paro: Era el presidente del Colegio Médico de la época, el DC Juan Luis González, quien presidía la llamada Asamblea de la Civilidad. Esta agrupaba a gremios profesionales, organizaciones sociales, poblacionales y culturales que partían el segundo semestre de ese año desafiando a la dictadura. No eran las protestas acotadas a grupos de trabajadores y sectores poblaciones de 1983: Esta vez la representatividad era mayor –también política, desde sensibilidades DC a las del PC– y un petitorio consensuado demandando democracia y solución a problemas sectoriales.
El siguiente relato es la historia de un desafío al régimen de Augusto Pinochet que en los hechos fue debilitado por la estrategia violentista que paralelamente desarrollaba el PC y se encontró con toda la fuerza represiva de la dictadura y su base de apoyo. Su desenlace influyó en las estrategias políticas que seguiría la oposición en los meses y años siguientes: Se instalaron los moderados, quienes aceptaron de facto los tiempos electorales del régimen, definiéndose de paso los liderazgos que manejarían el país por los siguientes años (ahí estaban los Patricio Aylwin, Andrés Zaldívar, Ricardo Lagos, Enrique Silva Cimma, e ideólogos como Edgardo Boeninger, José Joaquín Brunner y Genaro Arriagada).
Una lluvia trastocaba todo
El Chile de 1986 era una sociedad en la cual el 45% de los 12,3 millones de habitantes era pobre (Casen, 1987), y que no se recuperaba aún de la crisis de 1982 y su PIB de -13,4% de ese año. Bastaban unos días de lluvia para refregar la precariedad del país: el 16 de junio fue uno de esos, que terminó con el Mapocho desbordado, 80 mil damnificados en el país y varias jornadas sin agua potable en la capital.
Económicamente, los empleos de emergencia estatales (los Pem y Pojh de la época) ocupaban a 237 mil personas en junio de 1986 –en igual mes de 1983 totalizaban 528 mil– con un ministro de Hacienda, Hernán Büchi, que sacaba de la UTI a la economía a punta de un revival neoliberal y durísimas medidas para contener el gasto público: Ese 1986 la inflación bajaría del 26,4% registrado en 1985 a 17,4%, mientras que el PIB crecería 5,6%. Restricciones hoy inimaginables se relajaban: Se elevó, por ejemplo, la cantidad de dólares que uno podía llevar como turista al extranjero (US$750 para América Latina y US$2.250 al resto del mundo).
Aún las reformas estructurales del gobierno militar estaban en implementación: las AFP tenía 2,5 millones de afiliados activos. La educación pública básica era el 65% de la matrícula, y el gobierno retomaba la municipalización –en pausa por la crisis del 82–, lo que tenía a colegios públicos de Santiago paralizados exigiendo diálogo con el ministro del área, Sergio Gaete: “¿Cómo los alumnos van a poder ser tomados en cuenta si no tienen capacidad para discernir en estas materias?”, preguntó en junio de 1986 en El Mercurio.
El ministro del Interior Ricardo García preparaba las leyes políticas, para legalizar los partidos y crear los registros electorales.
El régimen se aferraba políticamente a su itinerario –un plebiscito en 1988 para definir su continuidad–, mientras el Ministro del Interior, Ricardo García, elaboraba las leyes políticas que crearían los registros electorales y legalizarían los partidos, entre otras materias. La oposición se dividía entre la Alianza Democrática, que agrupaba a la DC y socialistas renovados (Ricardo Lagos incluido), y el MDP (desde socialistas no renovados hasta el PC): Su mínimo común era considerar que en el 86 la movilización social sería clave –algunos, para obligar al gobierno a negociar sus plazos; otros, apostando a su caída–; el abismo que los separaba era que el PC consideraba la violencia como una herramienta legítima en esta estrategia.
Operativos para engañar a la CNI
La sensación política ambiente era clara. El malestar de diversos sectores gremiales y sus demandas también. A principios de abril, los gremios definieron un comité ejecutivo, que lideró el doctor González, secundado por Francisco Rivas y Patricio Basso. Detrás de ellos, 18 organizaciones. Ejemplo: Camioneros liderados por Héctor Moya; grupos mapuche, representados por José Santos Millao; la Confech, presidida por Humberto Burotto; Rodolfo Seguel, presidente de la Confederación de Trabajadores del Cobre, por los obreros, y agrupaciones feministas, entre las que figuraba María Antonieta Saa. De hecho, esta última considera que con esta organización “las mujeres por primera vez éramos actoras sociales; estábamos en primera persona, planteando las demandas de la mujer moderna”.
La coordinación práctica quedó en manos de Juan Carlos Latorre y Angel Maulén, entre otros, quienes organizaron el 26 de abril un encuentro masivo: “Desde un principio definimos que se realizaría en la casa de ejercicios espirituales de los jesuitas en Padre Hurtado. Pero para engañar a la CNI, despachamos como 20 invitaciones con lugares distintos. Premeditadamente dijimos que sería, por ejemplo, en el Teatro Cariola, y a quienes llegaban ahí, porque eso decía su invitación, alguien los redirigía a una camioneta cercana para trasladarlos a Padre Hurtado. Se reunieron en el seminario unas 500 personas, cantidad inmensa de gente, y cuando estábamos adentro, ¡recién ahí llegó la CNI!”, recuerda Latorre.
Ahí se leyeron los siete capítulos de la “Demanda de Chile” con los objetivos del movimiento. Cada capítulo se iniciaba con un “Demandamos democracia para…”, seguido de una descripción de diferentes aspiraciones: Transversales algunas (reestablecer el estado de Derecho, reparar injusticias, una educación pluralista, por ejemplo) y más específicas otras (no a la educación municipalizada, fin al impuesto a los combustibles, “igualdad ante la ley y el trabajo de las mujeres”).
El documento se entregó a los movimientos políticos y a los miembros de la Junta para esperar una respuesta. Si no la había o no era satisfactoria, se movilizarían.
¿Qué se buscaba con ella? “Se planteó un cronograma que tenía fecha de inicio el 2 y 3 de junio del 86, con un paro nacional que iba a ser secuencial hasta octubre, noviembre, que iba a ser de dos días, de tres días, de cinco días y después definitivo”, recuerda Francisco Rivas en el estudio “Asamblea de la Civilidad” de Cristopher Manzano. Saá recuerda que “no es que se creyera que se conduciría a la rebelión, pero sí que la movilización social debía acompañar a la estrategia política”.
Santiago amaneció sin transporte
No hubo respuestas de la Junta, ni de otros sectores del gobierno. La paralización iba –aunque se postergó un mes, pues en la fecha original se estaría en pleno Mundial México 86–, y con un instructivo claro: No ir a trabajar, no mandar a los hijos al colegio, no hacer compras ni trámites, a las 14:00 retirarse a los hogares y en la noche realizar caceroleos.
En la mañana de la primera jornada de esa protesta de 1986, la prensa transversalmente reconoció una caída de hasta el 90% del transporte público en zonas de Santiago, lo que dirigentes del comercio explicaron como el principal factor para que prácticamente toda esa actividad cerrara después de almuerzo. Otros, cumpliendo la planificación, acudieron a las plazas de armas de las ciudades, aunque fueron dispersados según los reportes.
En el maniqueo Chile de los 80, los balances daban para que la Sofofa, según su presidente, Ernesto Ayala, afirmara que “no había industrias paralizadas” y que Rodolfo Seguel concluyera que “el 90% de los trabajadores no concurrió” al trabajo, o que la autoridad de Salud reconociera un “ausentismo variable de un hospital a otro”, mientras el gremio de la salud hablaba de 100% de adhesión en el Roberto del Río y 98% en el Félix Bulnes.
Un hito sangriento marcaría esa primera jornada: dos jóvenes, Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas De Negri, fueron quemados por una patrulla militar –como se acreditó tiempo después– durante la protesta y después fueron abandonados a un costado de una carretera en Santiago. De Negri moriría al poco tiempo.
Por eso era natural que cuando ese primer día de paro les advirtieron a los dirigentes de la Asamblea que la CNI llegaría al Sheraton, se activó un segundo paso: Una reunión durante la tarde, a pocas cuadras, en el Colegio de Dentistas, para hacer un balance de la jornada. Pero ahí el grupo supo que venía dura la mano del gobierno: Cuatro radios –Cooperativa, líder del dial; Carrera; Chilena, tercera en rating; y Santiago– sólo podrían tocar música, pasar tandas comerciales y entregar información oficial de la autoridad, acusadas de llamar a quebrantar el orden (luego algunas revistas opositoras seguirían el mismo destino). A los pocos minutos se agregó un extra noticioso que golpearía directamente a la Asamblea de la Civilidad: Existía una orden de detención contra 19 personas. ¿Cuál fue la razón para invocar la ley de seguridad del Estado? Llamar a actos públicos no autorizados, al desorden y a la violencia, y a los que se reunieran o concertaran los elementos para atentar contra la estabilidad del gobierno, según explicó días después el procurador general Ambrosio Rodríguez.
“Sabíamos que vendría la mano dura”: A esconderse
El líder DC, Enrique Krauss –que asumiría un papel clave en el equipo que defendería a los detenidos–, recuerda que “sabíamos que vendría la mano dura, por eso había toda una preparación si se requería refugiar a alguien”. Y justamente esos preparativos incluían que Latorre trasladara al presidente de la Asamblea, Juan Luis González, a la casa de Krauss. “Aún recuerdo cuando, en medio de la noche y un apagón, escucho voces: ¡Enrique!, ¡Enrique!. Era Gabriel Valdés, que venía con Claudo Huepe a vernos”, recuerda hoy el dueño de casa.
Efectivamente esa noche a las 21:05 hubo apagones que dejaron a oscuras desde Copiapó hasta Concepción. En muchas poblaciones se vivieron enfrentamientos. El libreto –aunque con los organizadores escondidos– se repetiría al día siguiente. Seis muertos –otros cálculos hablan de 8– y 600 detenidos fueron los balances más repetidos de esos dos días.
Los organizadores seguían escondidos, mientras sus abogados veían cómo entregar a los requeridos evitándoles pasar por manos de la CNI. Mientras no hubiera humo blanco, los resguardos crecían: “Al poco tiempo nos sacaron de la casa de Krauss en una Renoleta del padre Percival Cowley, quien nos llevó a la casa de Eugenio Celedón Silva, ex ministro de Obras Públicas de Frei Montalva –recuerda Latorre–.
Estuvimos tres días en su casa de Las Dalias, en Providencia, hasta que Eugenio nos dice que ya muchos vecinos sabían que estábamos ahí. Llegó la Renoleta manejada por Percival Cowley y ¡nos llevan a la casa de Patricio Aylwin!¡Estuvimos en su casa como cinco días, hasta que nos entregamos!”.
Aylwin impuso a fines del año 86 su tesis: jugar con las reglas de la Constitución del 80. Aquí con otros dirigentes DC que lo apoyaban: Narciso Irureta, Edgardo Boeninger, Gutenberg Martínez y Andrés Zaldívar.
Pinochet envió diversos mensajes posprotestas: “El país necesita orden y no anarquía”, citó El Mercurio el sábado 6 de julio; criticó a quienes “se disfrazan de pacíficos para llamar a movilización… No entienden que con su actitud sólo favorecen la estrategia y anarquía que promueve el comunismo”, publicó El Mercurio el 8 de julio.
Finalmente, el 10 de julio casi la totalidad de los buscados llegó hasta el Colegio de Abogados. Ahí, personal de la Policía de Investigaciones trasladó a los buscados a Tribunales y fueron derivados a la cárcel. Tras algunas gestiones, los hombres fueron a Capuchinos y la única mujer detenida, María Antonieta Saa, terminó en la cárcel de San Miguel, junto con presas políticas del MIR y el FPMR.
Los recuerdos de algunos se quedan con lo positivo. “Me iba a ver mucha gente: Los obreros de Lota me llevaron panes, mis amigos que sabían que era sibarita me llevaban quesitos, el Rafa Guillisasti, con quieres éramos amigos de la época del Mapu, me llevaba unos kuchenes regados en whisky, Gabriel Valdés me llevó el libro El Perfume; y aprovechaba las cosas y hacía unos aperitivos en mi celda al que invitaba a otras de las presas”, recuerda Saá. La prensa de la época destacaba que los hombres recibían porotadas de una olla común de La Victoria y ostras del terminal pesquero.
PC debilita adhesión a paros
Tener presos a los dirigentes de la Asamblea fue un golpe para la organización. El doctor Edgardo Vacarezza asumió el liderazgo, pero ya las energías no eran las mismas: Osvaldo Verdugo, también miembro de la directiva, afirmó en el libro de Cristopher Manzano que éste no tuvo la voluntad de seguir con la movilización social. Eliana Carabal fue otro de los rostros del movimiento.
“Se desvaneció” la Asamblea, es la conclusión de Saá 32 años después; Latorre menciona como uno de los elementos que “el carácter de las personas que reemplazaron a los dirigentes fue distinto en muchos aspectos”, cuando se apunta al factor humano de liderazgos. Igualmente la Asamblea convocó a nuevas movilizaciones el 4 de septiembre.
Pero un factor que debilitaría la adhesión a la estrategia de movilización social provendría de quienes desarrollaban una versión ultrista de esa vía, más específicamente desde septiembre de 1980, cuando el secretario general del Partido Comunista Chileno, Luis Corvalán, anunció en Moscú que “el pueblo recurrirá a todas las formas de lucha, incluso de violencia aguda”. El 6 de agosto del 86 –según información oficial del Poder Judicial– se descubrieron 63 toneladas de armamento internadas por el brazo armado del PC, el FPMR, por la caleta norteña de Carrizal Bajo. El historiador Gonzalo Vial detalló el material encontrado: 3.115 fusiles M16; 114 lanzacohetes; 2.000 granadas de mano; 2 millones de cartuchos, entre otros.
El funeral de Rodrigo Rojas de Negri, muerto tras ser quemado por una patrulla militar en las movilizaciones del 2 de julio de 1986: En la foto, su madre Verónica, y Máximo Pacheco.
“Los chilenos estaban perplejos. Imaginar todo ese armamento dentro del país era demasiado (…) La gente quería una salida y seguridad, pero no esa”, sintetizaría Ricardo Lagos (en “Así lo vivimos”) el efecto de ese descubrimiento.
De hecho, la movilización convocada para el 4 de septiembre dividió a la Asamblea –que reflejaba el vivo debate político que se vivía esos días sobre las estrategias futuras–, entre quienes lo interpretaban como otro paro y quienes lo consideraban una jornada de reflexión.
Pero esa división pasó a segundo plano tres días después: El 7 de septiembre, el FPMR atentó fallidamente contra Pinochet en El Melocotón.
Si se usaba la lógica de guerra, el gobierno había demostrado de sobra que no tenía reparos en moverse en tal cancha: Esa misma noche “la CNI aplicó cruelmente la ley del talión”, señaló Vial respecto al asesinato de cuatro personas; se dictaron órdenes de detención contra variados personeros de izquierda (Lagos entre ellos), y se estableció un toque de queda hasta fin de año.
En términos prácticos, ni las movilizaciones ni la estrategia del PC dañaron la continuidad del gobierno. El historiador Alfredo Riquelme, en su libro “Rojo atardecer: El comunismo chileno entre dictadura y democracia”, resume los factores de su fortaleza: la “subordinación monolítica de las Fuerzas Armadas al régimen”; “la reticencia de la gran mayoría de la sociedad civil movilizada a involucrarse en acciones armadas”; y el respaldo de “las elites económicas favorecidas con la metamorfosis de la economía y de la sociedad que el pinochetismo había impuesto”, y que veía cómo se salía de la crisis económica.
Se redefinen estrategias
Paralizaciones, armas, el atentado, más represión. El cóctel fue mucho.
“Apenas se produjo el paro, nuestra detención, el hallazgo de los arsenales y todo lo que vino, se produjo una explosión dentro de la Asamblea y los dirigentes no estuvieron a la altura de sus antecesores (…). Había mucho temor porque vieron la fuerza con que actuó el gobierno”, reconoció el doctor González en 1989 en una entrevista a Mónica González: “Tuvieron temor, porque este país ha vivido inmerso en el temor. (En el) año 1986 había torturados, relegados, exiliados, gente desaparecida”.
Pero el pavor no era sólo un tema de los dirigentes de la Asamblea, sino que más profundo. Lo describe el propio Corvalán en sus memorias, “De lo vivido y lo peleado”, al recordar Carrizal y el atentado: “El pánico se apoderó de la burguesía, tanto de la que estaba con el régimen como de la que se situaba en la oposición”.
Eugenio Tironi analizó, en su libro “El régimen autoritario. Para una sociología de Pinochet”, el factor miedo al explicar lo prolongado del régimen. Y hoy reflexiona: “El temor a la ruptura del orden público es un inhibidor del cambio y un reforzador del statu-quo, pero siempre y cuando la vida presente se estime razonablemente satisfactoria –o al menos mejor que la pasada– y que el futuro se visualice como aún más satisfactorio dejando las cosas tal cual están”.
¿En qué se tradujo políticamente ese miedo? Corvalán lo sintetiza en que la burguesía terminó “reconociendo la constitución fascista”.
El médico Juan Luis González lideró la agrupación de gremios que hcieron la mayor manifestación de fuerzas a la dictadura: las movilizaciones del 2 y 3 de julio de 1986.
Tironi hoy explica que “Carrizal y el atentado a Pinochet, en 1986, vinieron a confirmar una idea que había venido ramificándose en la oposición a partir de las posiciones adoptadas por Aylwin y Boeninger: La necesidad de una salida negociada y, eventualmente, el uso de los mecanismos de la propia Constitución de 1980 para derrotar a Pinochet y abrir camino a la democracia. Esta idea fue calando en la población, especialmente en los grupos medios, horadando el conformismo e insinuando una salida pacífica”.
La estrategia de la movilización social se desactivaba. Aylwin (“El reencuentro de los demócratas”) concluyó que, “a partir de ese momento, la vía de la movilización social, en cuanto estaba expuesta a acciones o consecuencias violentistas, quedó descartada para recuperar la democracia. Es que la inmensa mayoría de los chilenos rechazamos la violencia, por principio o por instinto. La violencia subversiva nos suscita igual repudio que la violencia represiva”.
Lo que sigue es más conocido: Ese año el gobierno continuaría con su cronograma, promulgando las leyes políticas que fijarían las reglas posteriores. La oposición se organizaba –salvo los sectores más radicales en torno al PC– para vencer al Ejecutivo con sus reglas en el Plebiscito de 1988.
“Sin miedo, sin violencia… Vote NO”, fue un slogan de este hito. Esa opción sacó el 58% de los votos, poniendo fin al deseo de Pinochet de gobernar por otros 8 años más.