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“Boinazo” a Aylwin por un hijo de Pinochet
Pocos momentos en la historia de Chile un caso de corrupción termina sacando militares a la calle para amedrentar al poder civil. Lo ocurrido en mayo de 1993 fue uno de esos tristes casos, que se adornó con otras demandas institucionales pendientes.
Por Oscar Sepúlveda P.
Escudriñar en lo ocurrido en Santiago de Chile ese viernes 28 de mayo de 1993 es un ejercicio tenso, nervioso y a ratos incluso triste, pero necesario.
El tiempo transcurrido desde entonces –casi tres décadas– ayuda a separar lo esencial de lo accesorio, y a distinguirlo negro del blanco, superados temores y sensibilidades que en esos años imponían lecturas en extremo cautelosas.
A Patricio Aylwin –quien acababa de cumplir entonces tres de los cuatro años que duraba el mandato para el que había sido elegido en 1989– le tocó vivir entre fines de mayo y comienzos junio del 93 una nueva pesadilla, y esta vez a la distancia, porque desde hacía una semana se encontraba fuera de Chile, en gira por los países nórdicos de Europa y la Rusia de Boris Yeltsin, acompañado de cuatro de sus ministros: Alejandro Foxley, Edgardo Boeninger, Enrique Silva Cimma y Alejandro Hales.
Personaje principal de ese episodio que remecía al país y agitaba los cuarteles, una vez más, era Augusto Pinochet Ugarte.
Habiendo perdido, en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, la conducción del gobierno que ejerció a sangre y fuego durante 17 años, y utilizando una norma estipulada en su Constitución de 1980, permanecía aún al mando del Ejército como capitán general, uno de los tantos rasgos sui generis de la llamada “transición” chilena que eran incomprensibles para el mundo. Hoy hasta el nombre de esa etapa resulta controversial.
Cuando avisaron al Presidente Aylwin, en medio de una cena oficial en Copenhague, que los altos mandos militares en Chile se estaban movilizando nuevamente por orden de Pinochet –y esta vez, además, luciendo boinas negras, propias de las tenidas de combate–, el septuagenario gobernante debe de haber sentido una mezcla de desagrado y temor, pero no de sorpresa. Mal que mal, el primer gran gesto de amenaza lo conoció en diciembre de 1990 –cuando daba los primeros cuidados a la recién nacida criatura democrática, que aún ni siquiera cumplía un año–, bajo el tragicómico eufemismo de “ejercicio de enlace”.
Para Aylwin, lo que ocurría ahora en Santiago era uno más de los tironeos que él supo que tendría que soportar desde el minuto en que aceptó convertirse en Presidente elegido por el pueblo, pero bajo las reglas dictadas por la Constitución de Pinochet
Para Aylwin, lo que ocurría ahora en Santiago era uno más de los tironeos que él supo que tendría que soportar desde el minuto en que aceptó convertirse en Presidente elegido por el pueblo, pero bajo las reglas dictadas por la Constitución de Pinochet. De hecho, cuando en las reuniones de coordinación del cambio de mando, Aylwin insinuó al general derrotado que sería mejor para la democracia que él renunciara y aceptó recibir de vuelta esa irónica respuesta de que “nadie lo va a defender mejor que yo”, intuía en lo que se estaba metiendo.
Lo que asomaba en el trasfondo de ambas movilizaciones militares, bien lo sabía Aylwin, era uno de los problemas que más preocupaba al general: los efectos para él, su familia y su institución, del escándalo de los “pinocheques”. Se trataba de documentos por 971 millones de pesos (unos tres millones de dólares de esa época) girados por el Ejército a la cuenta del mayor de sus hijos varones, Augusto Pinochet Hiriart, por la compra de su empresa Valmoval, que se encontraba en quiebra. En 1990, el asunto derivó en la formación de una comisión investigadora de la Cámara de Diputados, que presidió el PPD Jorge Schaulsohn. Según este parlamentario, los cheques habían sido usados por el hijo de Pinochet para pagar deudas contraídas en razón de créditos conseguidos para sostener su empresa.
De todos los sinsabores que el poder trajo a Pinochet, sin duda que lo relativo a sus hijos era lo que más lo conmovía. Me lo comentó él mismo en una entrevista que me concedió ese año para el diario “La Época”. El lugar escogido para ese encuentro periodístico fue el Comando de Telecomunicaciones del Ejército, ubicado en los faldeos de la cordillera, en La Reina. Acudí esa mañana acompañado del editor fotográfico del diario, Miguel Ángel Larrea. Pinochet se mostraba,al comienzo, un tanto desconfiado sobre lo que le iba a preguntar, pero finalmente adoptó un tono distendido y cordial, mientras unos cuarenta generales lo esperaban en medio de un notorio nerviosismo para conocer las evaluaciones de la Junta Calificadora de la institución, es decir, para saber si continuaban o pasaban a retiro. Hablamos largamente de ello, del proceso de reinserción del Ejército en la nueva etapa que vivía el país y de varios otros temas. Cuando le pregunté qué haría ante la evolución del proceso por el caso de los millonarios cheques pagados por la institución a su hijo, se puso melancólico, hizo una mueca con la barbilla, y confesó que las cosas que más le dolían en la vida eran los problemas que le originaban sus hijos con sus líos de negocios. La sola mención de los “pinocheques” puso en alerta al coronel Mortimer Jofré, su ayudante, quien le recordó que lo estaban esperando hace largo rato los demás generales, lo que había parecido no importar al ex dictador. En ese momento concluyó la entrevista. Mientras nos dirigíamos con Larrea hacia la salida, venía llegando el general Jorge Ballerino, quien me había anunciado que quería estar presente durante la reunión.
–¿Y por qué te vas yendo? –me interrogó, nervioso.
–Porque ya hice la entrevista –le respondí.
–¡¿Cómo?! Pucha, yo no alcancé a llegar, mi chofer tuvo un problema con el auto. ¿Y qué pasó? ¿Qué te dijo mi general?
-¡Uf, fue bombástica la entrevista! Llega a echar humo la grabadora –me sonreí mientras le mostraba mi casetera Sony.
No sé si la cara de angustia que puso Ballerino fue sobreactuada o real, pero me divertí con la broma.
En la lectura que hacía Pinochet, acostumbrado como estaba a considerar que él y la institución eran prácticamente lo mismo, el revuelo en torno a los cheques pagados a su hijo no era más que una persecución política y una vendetta en contra del Ejército. Pese a la presión militar y a los esfuerzos del gobierno por administrar la crisis en 1990, luego de una investigación parlamentaria en la Cámara de Diputados el asunto parecía haberse cerrado. Sin embargo, cuando ya muchos lo daban por enterrado, se conoció públicamente la decisión del Consejo de Defensa del Estado(CDE) de traspasar a la justicia el caso por considerar que había presunción de delitos.
Ello motivó la amenazante reacción de Pinochet: La mañana del viernes 28 de mayo las calles en torno al palacio de La Moneda amanecieron envueltas en oscuros nubarrones, y no solo por el cielo gris con que se inauguraba esa fría jornada otoñal, sino también por los numerosos uniformes verde oscuro con manchas de camuflaje y las boinas negras de los militares apostados en los exteriores del edificio de las Fuerzas Armadas, en la esquina de la Alameda Bernardo O’Higgins con Zenteno, desde cuyo quinto piso el general Pinochet ejercía su nuevo estatus de comandante en jefe.
Comandos portando de forma visible armamento de guerra escoltaban el ingreso y salida de generales y otros altos oficiales, e impedían acercarse a los numerosos periodistas chilenos y corresponsales extranjeros que intentaban averiguar qué estaba pasando.
Coronaba la escena el bamboleo irónico de la Llama de la Libertad que el gobierno militar había instalado en el denominado Altar de la Patria, en plena Plaza Bulnes, como un homenaje a los héroes nacionales.
Horas tensas se vivían dentro y fuera de La Moneda. Desde las distintas regiones del país confirmaba el acuartelamiento y estado de alerta grado uno en que se encontraban las unidades militares y la creciente inquietud en las otras instituciones de la Defensa. No eran pocos los que temían un nuevo golpe de Estado. En los días previos había corrido insistente el rumor de un nuevo “ejercicio de enlace”, similar al realizado en diciembre de 1990.
La primera y obvia interpretación sobre la agitación castrense apuntaba a una reacción ante el titular publicado esa mañana por el diario “La Nación”, que anunciaba: “Reabren caso cheques del hijo de Pinochet”. El antetítulo agregaba: “Ocho generales citados a declarar ante la justicia”. La información aludía al traspaso realizado un mes antes por el Consejo de Defensa del Estado al 5º Juzgado del Crimen de los antecedentes de la compra de la empresa en crisis Valmoval, de Pinochet Hiriart. Sin duda, ese era el motivo central del movimiento en el tablero, aunque a medida que pasaban las horas el petitorio de los generales se iría ampliando a otros temas, que si bien también les resultaban preocupantes desde antes, en esta ocasión les resultaba oportuno plantearlos para hacer más presentable el pliego de demandas,y evitar que esta manifestación se interpretara como motivada solo por un problema familiar que angustiaba a su líder.
Cuando esa mañana el brazo político del comandante en jefe, el general Jorge Ballerino, pidió, en nombre de un Pinochet enfurecido, ser recibido en forma inmediata por el Vicepresidente de la República, Enrique Krauss, se deslizaron las primeras exigencias extras del Ejército. Sin embargo, todos sobreentendían que la situación del hijo de Pinochet era lo crucial. El titular que llameaba desde todos los quioscos era lo que hizo estallar la crisis. Una vez más, la gran historia era gatillada por una puntual herida personal.
Que el Ejército no tenía espacio para un golpe, es una aseveración fácil de formular hoy, pero no había certeza de ello en esos primeros años post dictadura saturados de peligros.
Esas consideraciones las debe de haber tenido en cuenta Krauss al ofrecer tan prestamente a Ballerino una salida a la impasse con La Nación: “No te preocupes, de eso yo me encargo”, le dijo, en respuesta a la solicitud de un desmentido del diario. El Vicepresidente estimaba que necesitaba ofrecer algo rápido para bajar la presión, puesto que frente a la decisión del Consejo de Defensa del Estado, en proceso de autonomía legal, nada podía hacer. Menos aun cuando Aylwin un mes antes había sido informado por el presidente del CDE, Guillermo Piedrabuena, de que pensaban traspasar los antecedentes a la justicia y no se había opuesto. “Haga lo que le indica la ley”, le respondió el mandatario.
A medida que pasaban las horas el petitorio de los generales se iría ampliando a otros temas, que si bien también les resultaban preocupantes desde antes, en esta ocasión les resultaba oportuno plantearlos para evitar que esta manifestación se interpretara como motivada solo por un problema familiar que angustiaba a su líder
Tras hablar Krauss con el ministro secretario general de Gobierno, Enrique Correa, sobre la exigencia del Ejército de que“La Nación” desmintiera su titular, apelando al vinculo legal del Ejecutivo con ese medio, el vocero quedó de hablar con el diario. Llamó primero al director, Abraham Santibáñez, quien se encontraba en una recepción. Habló entonces con el subdirector, Alberto Luengo. Cuando este le comentó el titular que pretendía dictarle el general Manuel Concha, director del Comité Asesor –“Ejército actúa conforme a la ley en el caso cheques”–, Correa coincidió en que esa exigencia era, además de absurda, improcedente, y le dijo que el diario se sintiera libre de hacer lo que estimara conveniente de acuerdo a sus criterios editoriales. La solución encontrada fue no llevar titular al día siguiente. En su lugar, solo una foto de los militares emboinados y embetunados. De esa forma, La Nación dio su propio boinazo en medio de ese clima tenso.
El asunto no tuvo mayores costos, porque el pliego de peticiones ya se había extendido a otros varios asuntos. Para los mismos generales, exceptuado Pinochet, no era cómodo aparecer centrando toda su fuerza en la protección del hijo del jefe.
A medida que pasaban las horas, en la reunión entre deliberativa y conspirativa que sostenía el cuerpo de generales de Ejército en los salones de Zenteno la tensión no bajó; más bien se incrementó.
Pinochet encontraba insuficientes las respuestas del gobierno y no creía en sus explicaciones. Y mientras empezaba a ampliarse el pliego de demandas –incluyendo ahora la aceleración de los juicios a oficiales inculpados de violaciones a los derechos humanos; el no exponer a los funcionarios citados a los tribunales al escarnio de manifestantes; el retiro de la anunciada reforma a la ley orgánica de las Fuerzas Armadas; el desbloqueo de un centenar de asuntos administrativos por parte del Ministerio de Defensa, y la renuncia del titular de esa cartera, Patricio Rojas, a quien responsabilizaban de esas trabas–, surgían voces exaltadas que proponían nuevas demostraciones de fuerza, entre ellas se mencionó hasta la posibilidad de un ingreso a La Moneda. ¿Una simple visita de los generales? ¿Un copamiento? ¿Una toma del palacio?
La impasse con La Nación había sido solo el comienzo de una serie de delicadas conversaciones con el Ejército en que entraron Krauss y Correa, en los días siguientes. Como Vicepresidente de la República, Krauss invitó a Pinochet a dialogar en La Moneda, pero él no aceptó. Contrapropuso un recinto militar, a lo que Krauss se negó. Finalmente, consensuaron un encuentro en la casa del general Ballerino, en Vitacura. Allí se revisó la extensa lista de problemas que el Ejército pedía solucionar. Krauss se comprometió a hacer gestiones para resolver algunos de esos temas y estudiar otros. Lo que descartó de plano, por no estar entre sus facultades, fue acceder a la petición de cambiar al ministro de Defensa, Patricio Rojas, a quien Pinochet siempre ninguneaba y trababa de evitar. Respecto del subsecretario de Defensa, Marcos Sánchez, Krauss planteó que se podría pensar en un cambio, y agregó que de momento pondría a trabajar en los temas administrativos a su propio asesor Jorge Burgos. Tampoco aceptó firmar un acta con esos acuerdos como en un momento pidió Pinochet. Sí se concordó formar un equipo bilateral de trabajo para avanzar en el abordaje de esa agenda.
A medida que trascendían cada vez más contenidos sensibles de esas reuniones con los militares, otros asesores se encargaron de convencer al Presidente Aylwin de que era indispensable emitir desde Noruega una señal de autoridad: “No hay ni podría haber, ni el gobierno aceptaría, ningún tipo de petitorio que implicare ejercicios por parte de instituciones de la Defensa de deliberación o de actividades en el campo político. El gobierno no negocia con instituciones sujetas a obediencia respecto del gobierno”, declaró Aylwin.
El Ejército comunicó días después al gobierno que daba por suspendidas las medidas de presión.
Cuando Patricio Aylwin volvió al país, lo primero que hizo fue citar a Pinochet y representarle su molestia por lo ocurrido. El general, en su estilo cazurro, le reiteró que no había desobediencia en la actuación del Ejército sino expresión de malestar por la cantidad de problemas que estaban afectando a su institución.
Las demandas más ambiciosas, como una reinterpretación de la ley de amnistía o, incluso,una ley de punto final, naufragarían más tarde por falta de piso político
El mandatario se negó a pedir la renuncia de Rojas y solo accedió a remover al subsecretario Sánchez, nombrando en su lugar a Burgos. La solución al resto de los temas seguiría siendo analizada por la vía institucional y por los equipos de trabajo que ya estaban avanzando. Algunos asuntos lograron pronta solución. La ley orgánica fue congelada y los juicios a militares decrecieron en intensidad y empezaron a volverse más discretos. Las demandas más ambiciosas, como una reinterpretación de la ley de amnistía o, incluso,una ley de punto final, naufragarían más tarde por falta de piso político.
El espinudo tema de los cheques pagados al hijo de Pinochet se selló dos años más tarde, cuando el Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle pidió al CDE no volver a apelar y dar por cerrado el caso. Esto, luego de un picnic de militares de civil en Punta Peuco, como nuevo acto “creativo” de presión.
Tras el boinazo del ’93, en términos formales en el país no había pasado nada. La transición seguía su curso con aparente normalidad. Pero todos sabían –y en sordina comentaban– que a la democracia chilena la habían obligado a tomar un nuevo trago amargo, que afectaba su salud. El gobierno de Aylwin había aliviado los síntomas con unos calmantes y creyó haber terminado con esa enfermedad del pretendido tutelaje militar, pero no podría disimular nunca más la dolorosa mancha de debilidad que le marcó a fuego ese 28 de mayo el batallón de boinas negras, con armas automáticas y lanzacohetes, parapetado en torno a su cuartel general.